Es lamentable e irracional que ya entrado el siglo XXI, el Estado dominicano constituido en sus diferentes poderes no asuma, como debe, que es su función establecer medidas públicas para regular toda la sociedad. El Estado tiene el poder y el deber de permitir o penalizar acciones, y por tanto, necesita pensar y actuar por encima de los intereses de cualquier grupo específico que se afane en imponer sus creencias restrictivas sobre el conglomerado social.
No es simplemente asunto de conciencia individual de cada presidente, legislador o juez. Se trata de establecer parámetros para el funcionamiento de toda la sociedad que garanticen derechos racionalmente concebidos para la pluralidad de creencias y situaciones. De eso se trata la democracia.
La aprobación inicial del Código Penal con la penalización absoluta del aborto revela la irresponsabilidad pública de los legisladores dominicanos.
Vulnera derechos castigar un médico y una mujer si se produce un aborto cuando peligra la vida de esa mujer. Vulnera derechos que se obligue una mujer que ha sufrido una violación sexual a concluir un embarazo producto de ese crimen.
Ese atropello a los derechos de las mujeres a la vida se manifestó en la discusión del Artículo 30 (luego 37) de la Constitución de 2010, y en la primera aprobación del Código Penal hace varias semanas.
Las iglesias, cuco de muchos políticos, pueden oponerse a todo tipo de aborto cuando predican a sus feligreses, pero no pueden imponerle a toda la sociedad su versión restrictiva de derechos, porque no todo lo que las religiones consideran pecado es un crimen público.
Si la vida comienza en la concepción o posteriormente es un tema controversial. Ciertamente la fecundación engendra la posibilidad de una vida de desarrollarse efectivamente el embarazo. Pero determinar si hay condiciones especiales en que interrumpir un embarazo es la mejor opción es y seguirá siendo fuente de desacuerdo.
Ante el desacuerdo, el Estado democrático debe erigirse en árbitro de los derechos de todos. Si existe un alto riesgo de que una mujer muera producto de un embarazo, la ley no debe penalizar al personal médico ni a la mujer embarazada de realizarse un aborto. Si una mujer es violada, la ley no debe penalizar doblemente a esa mujer de elegir ella un aborto.
Que la ley permita la posibilidad de un aborto en esas condiciones especiales no obliga a ninguna mujer a hacerlo. Se trata de poder decidir.
Quizás a muchas iglesias les disgusta la idea de que las mujeres puedan decidir, aún ante adversidades de muerte o violación sexual, porque son instituciones dominadas por hombres que históricamente han negado derechos de igualdad a las mujeres, a pesar de ser las mujeres quienes más participan en las iglesias. ¡Vaya paradoja!
Nuestros legisladores, en su mayoría violadores reincidentes de la ética pública (ejemplos: barrilito, cofrecito, exoneraciones injustificadas, maletines, etc.) temen perder votos porque curas y pastores amenazan con atacarlos en sus prédicas y medios de comunicación si despenalizan el aborto por riesgo de vida de la madre y violación sexual.
Por ese “miedo” los legisladores aprobaron primero un Código Penal con absoluta prohibición del aborto, y luego, después de la atinada observación presidencial que llamó a despenalizarlo por causales, la Cámara de Diputados aprobó unas modificaciones al vapor con un texto difuso y diferido. Por ese mismo miedo, ni la Cámara ni el Presidente enviaron al Senado las modificaciones. Los senadores aspiran a reelegirse y temen.
No vivimos en un Estado teocrático, supuestamente, pero los poderes públicos dominicanos actúan como si viviéramos en uno. De ahí el tollo con el Código Penal.
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