SANTO DOMINGO
(Rep. Dominicana).- Nelson, a secas. Se niega a dar su apellido. Está
incómodo. Hay dos grupos de personas que no le gustan: los periodistas,
porque no comprenden lo “íntimo” de su labor social; ni los políticos,
porque con frecuencia quieren inmiscuirse en su trabajo para blanquear
su imagen u obtener algún beneficio particular.
Le hablo del medio para el que trabajo y, él, callado. Le importa un pito si se lee en Internet o en papiro egipcio.
Me ignora, mira fijamente el televisor, como queriendo decir "váyase".
Pero le da pena. Por fortuna, su indisposición se modera cuando
reconozco a Sai Baba en el cuadro de la pared, en la sala angosta de su
casa.
En ese momento emerge de su introversión y repara en que aquí pocos
lo conocen. Eso es suficiente. Una frase y cae en la trampa de la
cortesía. Se para del mueble, se acerca al cuadro y lo presenta, cual si
fuera el líder espiritual en persona. Cuenta que hace 26 años que sigue
a Sai Baba, y precisa que esto no es incompatible con su catolicismo, pero no se extiende mucho.
Solo, sin que le pregunte, se remonta a los años 1959 y 1960. Debe
ser que se imagina a qué va algún periodista de vez en vez a su casa.
Empieza a contar su historia: lento, hondo, forzado. No quiere hablar.
No por el acto concreto de articular las palaras, sino por lo que supone
desempolvar recuerdos con los que es difícil lidiar.
Fue el número 13 –dice- en la lista de los miembros del Movimiento
Popular Dominicano (MPD) en Santo Domingo. Todavía se asombra pensando
el atrevimiento que suponía ser opositor de la dictadura de Trujillo. “La juventud, tú sabes. Porque ahora me da terror eso. Yo vendía,
en la calle, un periódico que se llamaba Libertad. Se vendía a 10
centavos. Ya para el final del régimen. … Con Máximo López Molina,
Andrés Ramos Peguero y Julio César Rojas. Era la lucha antitrujillista.
Salíamos con una bandera que decía ‘patria o muerte’ por la avenida
Mella. Tomábamos la Meriño, Conde, Palo Hincado y, nuevamente, la Mella.
Eso sí, que los calieses atrás, en los carritos, esperando la orden
para ‘cac’”.
Cuando dice "cac" desplaza el dedo índice derecho por el cuello, en
dirección horizontal, dejando claro que la palabra omitida era
"asesinarnos".
El tiempo sustituyó el sufrimiento y la agitación de antes por una
tranquilidad despejada, y el hombre que fue un preso de la sangrienta
dictadura hoy es un pensionado dedicado al servicio al prójimo.
Su activismo político lo llevó varias veces a prisión.
En una ocasión, a La Victoria. En dos, a la 40, la famosa cárcel de
tortura del régimen, desde donde era trasladado a la isla Beata.
“En la Beata nos dejaban salir afuera. Había una alambrada y un
pasillito. Pero cuando hacía brisa había que tener los ojos cerrados,
porque había muchos jejenes, y con la brisa se nos metían en los ojos.
Cuando no hacía brisa, también estaban por todas partes, teníamos que
estar matándolos. Había muchas culebras. Un pocito así, chiquito, que de
ahí era que bebíamos agua. Adentro nos ponían un tanque de esos de 55
galones partido por la mitad. Ahí era que orinábamos y hacíamos nuestra
necesidad fisiológica de noche”.
Es notorio que aquello todavía le resulta difícil de contar. Cada
cierto tiempo, interrumpe el relato con un silencio más o menos extenso.
“Dormíamos en el suelo. Cuarenta y cuatro hombres. Al que estaba
en el extremo, que tenía que pasar por encima de los demás, a veces se
le salía la pipí o la pupú, y le caía a otro encima. Al otro día lo
vaciábamos en el mar. Porque el mar estaba ahí mismo. Lleno de tiburones, que se les podía poner la mano.
No se podía poner un pie en el agua. A los alambres de púas no se les
podía poner las manos. Al que le ponía la mano a un alambre de esos lo
ametrallaban. Los marinos. Había 21 marinos que nos cuidaban. Veintiún
marinos...
Y sigue, entre silencios, suspiros y expresiones de pesar, contando
los detalles que recuerda de esos días de horror que terminaron cuando
la OEA vino a investigar las violaciones a los derechos humanos y el
Dictador dispuso liberar a algunos presos políticos.
“Era para matarnos en la calle, pero ahí mismo mataron a
Trujillo. Yo nunca me he alegrado de la muerte de nadie, pero de la de
él, sí. Ahí te estoy contando cosas que no me gusta hablarlas, pero
bueno, me tocó hoy. Son cosas del pasado, yo vivo el ahora”.
Luego pasa al abril histórico de 1965, cuando se desempeñaba como
subcomandante del Comando de Santa Bárbara. De esta etapa comparte menos
detalles.
Como cree en la reencarnación, percibe los martirios del pasado como “deudas” de vidas anteriores que ha debido pagar en esta: “Nosotros retornamos 108 veces, según las escrituras de Sai Baba”, dice.
Por ventura, el presente es otra cosa. Ya tiene 85 años. El tiempo sustituyó el sufrimiento y la agitación de antes por una tranquilidad despejada,
y el hombre que fue un preso de la sangrienta dictadura hoy es un
pensionado dedicado al servicio al prójimo. “Al prójimo porque el
prójimo soy yo mismo. Somos un solo universo”, explica.
Su trabajo social empezó a finales de los ochenta, cuando, inmerso en
un intenso proceso espiritual, decidió dedicar su tiempo libre a ayudar
a otros. Durante más de diez años trabajó de manera voluntaria en un
asilo y en la cárcel de La Victoria, como miembro de la pastoral
penitenciaria. En su casa, instaló un servicio de comida gratuita para personas indigentes que todavía existe y que, originalmente, era el único asunto de esta entrevista.
Es jueves, 4 de diciembre, y nos invita amablemente a volver el sábado próximo para verlo. El convite
Desde que Nelson empezó a suministrarles comida a personas en situación vulnerable han pasado 25 años. Cada sábado, a partir de las seis de la mañana, los invitados empiezan a llegar. Se sientan en la calle Juan Isidro Pérez, frente a la vivienda del anfitrión, en San Antón.
Dicen los vecinos que hay días en se juntan más de cien comensales, formando cordones bastante extensos en las aceras.
Llega gente con desequilibrios mentales, con problemas de adicción,
con discapacidad física, con enfermedades severas o, simplemente,
demasiado pobre.
Cada sábado, a partir de las seis de la mañana, los invitados
empiezan a llegar. Gente con desequilibrios mentales, con problemas de
adicción, con discapacidad física, con enfermedades severas o,
simplemente, demasiado pobre.
Durante la entrevista le había preguntado a Nelson que si alguna vez
un invitado se ha comportado de forma violenta o indisciplinada.
Respondió que no: “Me respetan todos. Aquí hasta el más loco se sana”, bromea.
Bien temprano se sirve la primera ronda de café. Después el jugo.
Luego, otro café. Por lo regular se recita alguna oración de la
tradición católica antes del desayuno. El Padre Nuestro, el Ave María,
el Gloria…
Entre 8:30 y 9:00 de la mañana se sirve el desayuno, siempre
vegetariano. El pan, los espaguetis y los guineos verdes casi nunca
faltan. Ni el postre: un sábado, arroz con leche; otro, dulce de
naranja; el próximo, guineo maduro…
Cuando termina el convite, cada comensal recibe una funda con galletas para llevar.
Además de sus propios recursos, Nelson mantiene este proyecto con la
ayuda económica del Centro Sai de esta ciudad y recibe donaciones de dos
panaderías que llevan años supliendo el pan y las galletas. No acepta que un político vaya a su casa a hacer una donación:
“No me interesa que nadie me dé un centavo, yo soy multimillonario”,
había dicho antes, refiriéndose a una riqueza espiritual, no monetaria.
Piensa que su vocación para hacer este servicio social se debe a que
sufrió muchas precariedades y conoce el valor que tiene la ayuda, aun
cuando no sea lo suficientemente grande. “Me gusta el servicio al
prójimo porque pasé mucha necesidad. Todo ese sufrimiento se ha
convertido en servicio para bajar un poquito el sufrimiento de otros. Un
poquito, porque es lo que se puede hacer”, repara. Los invitados
Volvimos a la casa de Nelson el sábado 17 de enero. Ya, otra vez, estaba indispuesto para conversar, pero no así los invitados. Son decenas. Vienen de distintos lugares de la ciudad.
Durante el desayuno socializan amigablemente. Se destaca un grupito de
cinco mujeres hablando de política. Sobresale la voz de Adelina Berberé,
de 49 años, quejándose de que el presidente Danilo Medina no mande a
trancar a los funcionarios corruptos. Es la que más habla, porque las
demás están comiendo. Ella prefirió guardar su porción para comer en la
tarde. Procuro la causa y responde que de esa manera no tiene que
acostarse con hambre.
Adelina prefiere guardar su desayuno para comer en la tarde porque de esa manera no tiene que acostarse con hambre.
Del otro lado de la calle, junto a la reja del parque, se recuesta
Juan Bautista Fortuna. Lleva tres años asistiendo a casa de Nelson los
sábados. Cuenta, casi con orgullo, que tuvo tiempos mejores. Pero cayó
en desgracia por un problema de salud: “Me enfermé, duré tres meses interno en el hospital Salvador B. Gautier y la compañía donde trabajaba como seguridad me liquidó. De ahí tuve que salir para donde un amigo mío. Como quedé mal, se me dificulta el trabajo ahora”.
No le da pena admitir que viene por la comida. Otros menos
necesitados aprecian más la oración e incluso el encuentro en sí. Como
Modesto de la Cruz, un albañil de 62 años, desempleado, que entiende que
lo más importante es “el alimento espiritual”; o
Alejandro Núñez, un hombre de 35 años en situación de calle que, además
de valorar la comida, considera que en este espacio se enseña a
compartir. “Somos una familia las personas sufridas de la calle”, señala.
Casi todos los invitados a este desayuno son gente en harapos, por
eso Wilson Santos llama tanto la atención. Viste pantalón negro fino,
camisa blanca de cuadros muy disimulados y de su brazo cuelga un
elegante saco oscuro. Es, quizás, el personaje más paradójico del
convite. Dice que fue un hombre muy rico que terminó marginado por su
adicción a las drogas. “Yo era Wilson Joyería, que era millonario. Tenía cuatro joyerías en este país.
Tuve 47 empleados con dos seguros: el de ley y por accidente. Anduve 10
países”, recuerda. Agrega que usó marihuana, cocaína, hachís, opio… y
derrochó más de RD$500 millones. Ahora vive en los parques de la Zona
Colonial y es raro cuando no se le ve encorbatado. Después de la comida,
su gran dolor de cabeza es que le roban la ropa: “Clavo la ropa aquí y
allí, siempre me la roban. Pero consigo más. Mucha gente me conoce.
Todos los joyeros me conocen”, asegura.
Casi todos los invitados andan en harapos. Wilson, que suele andar
encorbatado, llama la atención. Es, quizás, el personaje más paradójico
del convite. Dice que hace años era un joyero muy rico.
Durante media hora cuenta, larga y tendida, su historia completa. Que
tiene diez años en esta situación, que tiene un hijo que le manda mil
pesos cada 15 días…
No termina de hablar y otros lo interrumpen para que se dé prisa. Cada uno tiene una historia de desdicha que quiere compartir,
quizás con la esperanza de conmover a alguien y recibir ayuda. Como
Wilson es muy locuaz, los más impacientes se van. Otros esperan, convencidos de que los periodistas pueden llevarle mensajes al Presidente o a algún funcionario de su gabinete. “Que se acuerde de nosotros” es una frase recurrente.
Son las 10:30 de la mañana, más o menos, cuando se termina todo.
Cada pobre ha agarrado sus ajuares y se ha ido. Seguramente,
agradecido. Sin hambre y con la satisfacción de haber recibido, en un
plato desechable, un contundente gesto de solidaridad.
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